Otra vez. Otra vez Mohamed Salah. Eso es lo que pensamos cuando cada lunes vamos a repasar los resultados del fin de semana y vemos que el Liverpool ha vuelto a ganar. Una rutina que empezó en el verano de 2017 y a la que nos ha malacostumbrado. Viviendo en el día de la marmota donde es dueño y señor de Anfield, mientras pasa por debajo del radar. Tal vez por su actitud sosegada y muy poco polémica, pero es una de las injusticias más recientes del mundo del fútbol.
En sus inicios fue uno de tantos casos de cesiones interminables del Chelsea. Durante esos años pudo visitar Italia, más concretamente Florencia y Roma. En esa época de crecimiento se le atisbaban cualidades innatas, pero que le focalizaban a una única función: el desborde. Era rápido, rapidísimo, pero sus cifras no reflejaban el volumen ofensivo que nacía de sus botas. Hasta que decidió emigrar a las islas británicas, acercarse a un entrenador alemán y generar una asociación de éxito junto a un brasileño y un senegalés. Ahí cambió su carrera.
Desde que puso el primer pie en el John Lennon Airport de Liverpool ha estado codeándose con las más altas figuras del deporte rey. Ni los más optimistas lo habrían podido vislumbrar.
Tuvo un inicio meteórico. Tanto es así que batió el récord de goles en una temporada en Premier League en el siglo XXI. 32 tantos, casi nada. Ni Cristiano Ronaldo, ni Thierry Henry, ni Luis Suárez. Un año excepcional sin lugar a duda. Pero tocaba mantenerlo en el tiempo. Podía ser una estrella o una estrella fugaz. Un ‘one season wonder’ como otros tantos o dejar su huella en la historia del fútbol inglés.

Las temporadas seguían sucediéndose y la ciudad de Liverpool era una fiesta. Tan solo el Manchester City parecía poder aguársela. Y no han sido tantas las veces. Lejos quedaban los resbalones y las caras largas entre el mal tiempo británico. La gente rebosaba en ‘The Kop’, en los bafles retumbaba The Beatles y Mohamed Salah se había convertido en el faraón de Anfield. Así logró su segunda bota de oro en la Premier, compartida con su compañero en ataque Sadio Mané y con Pierre Emerick Aubameyang. Dos de dos.
Pero no fue en Liverpool, sino en Madrid donde el proyecto de verdad alcanzó la gloria de nuevo. Un primer tachón en la lista de cosas pendientes: volver a tocar metal. Solo quedaba una tarea pendiente. Tal vez la más dolorosa. Esa que tantas malas postales ha dejado en la memoria de los ‘Reds’: ganar la Premier League.

Y tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompió. En el verano de 2020, en mitad de una pandemia mundial, rompieron la maldición de 30 años sin ganar una liga. Pero las portadas no eran para Mohamed Salah. El público se había olvidado del egipcio. O puede ser que hubieran connaturalizado su rendimiento inverosímil. Sea como fuere, ese primer año de explosión había opacado la constante en la que vivía. Incluso se dudó sobre quién era el mejor del tridente. Mientras que él seguía siendo el mismo, tan solo había subido el nivel de su entorno.
Llegaron caras nuevas al vestuario en 2020: Thiago, con la vitola de ser campeón de la Champions y uno de los mejores centrocampistas del continente, y Diogo Jota. Dos perfiles que iban a darle profundidad de plantilla y versatilidad al vestuario. La cúspide de la perfección, la mejoría de algo inmejorable. Con ellos, la apisonadora de Klopp parecía que no iba a cesar. Sin embargo, todo cambió con la lesión de Virgil Van Dijk. El castillo de naipes se derrumbó y todos destaparon sus carencias. Ni los centrales eran tan fiables como parecían, ni Alisson tan imbatible, ni los atacantes parecían fluir sin su salida de balón. Todos se quedaron por el camino, excepto uno.
Lejos del Muro de Breda hace mucho frío, no para el faraón de Anfield. Otra vez se echaba el equipo a la espalda, como había hecho siempre, pero sin los acompañantes de siempre. En vez de formar parte del mejor grupo de rock, era un solista que levantaba a la grada. Pero los focos tampoco le enfocaban. El Liverpool estaba en el punto de mira y nadie se fijaba en su ala derecha. Esa que, aunque torpedeara el vuelo, le mantenía en pie. Tal fue la caída que el objetivo final se alejó del inicial, pero se alcanzó. Gracias a los 22 goles y las cinco asistencias de Salah. Clasificados para la Champions, tocaba arrancar esa página del cuaderno y poner la vista en la temporada siguiente. Una en la que se asumía complicado tener éxitos.
Mientras Klopp y su gente caían en picado, Manchester City y Chelsea habían dejado el listón muy alto. Además, su verano parecía alejarlos del resto de mortales. O eso pensábamos. Porque esta temporada el Liverpool ha decidido que la lucha por el título va a ser de tres. Con todos los efectivos disponibles y el egipcio liderándolos, se ha colado en las quinielas al campeonato de la Premier League. Sin grandes cambios ni desembolsos multimillonarios recientes. Confiando en los de siempre y otorgándole el bastón de mandos al mejor jugador de la Premier League. Como mínimo, estos últimos cuatro años.

Porque no es descabellado decirlo ni pensarlo. Su equipo ha podido ser mejor o peor, le ha dado igual. Comenzó en el más puro rock and roll y se salió. Cuando llegaron tiempos de bonanzas él estuvo ahí, aunque nadie se diera cuenta. Se hundía el barco y, como buen capitán, supo sacarlo a flote. Siempre ha sido el mismo. Y ahora está demostrando lo que ya sabíamos, solo tenían que decírnoslo.
Hablar de premios siempre es complicado. Dependen de ellos una multitud de factores, entre ellas una imposible de medir: la subjetividad. Lo que no deja lugar a dudas es que Salah debe entrar en esos debates. Comer en la mesa de Cristiano Ronaldo y Leo Messi ha sido algo imposible durante muchos años. Pero, ahora que con la edad han invitado a nuevos huéspedes a sus comidas, quién sabe si el egipcio puede optar a alguna distinción. Sería la guinda del pastel. El reconocimiento que le falta.
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